Doña María Trevizo de Frescas, mi abuela materna, tenía una
frase para justificar su quehacer culinario: “A la cocinera, la hace el
recaudo”. Lo cual tiene su trasfondo. En la economía del productor de
autoconsumo, es decir, del agricultor temporalero como era mi abuelo, la cocina
solía organizarse de acuerdo a lo que había en el año. Si había buena cosecha
de maíz, frijol, calabaza, si se criaba el marranito, si las vacas daban abundante leche, si las gallinas eran
ponedoras, si la huerta era regada con oportunidad para producir alfalfa,
frutas y hortalizas, habría siempre abundante comida. Si no, pues no. Por más
esfuerzos que se hicieran para rendir lo poco, el menú de la cocina sería magro
e insuficiente, y peor cuando se trataba de alimentar una decena de hijos.
Todavía me tocaron a mi lo esfuerzos de doña María por
alimentar a su prole en esos tiempos en que una veintena de nietos, más los
hijos, hijas y yernos, acampábamos impertinentes en su sencilla pero siempre
pulcrísima casita de adobe. Solía preparar frijoles aguados en una
enorme olla de peltre. Los hacía caldosos y ya sobre el plato les agregaba pico
de gallo o, a veces, asadero o simplemente suero de leche para añadirles algo
de sabor. A mí me parecían geniales y en algún momento llegué a exclamar que
como los frijoles de mi abuela no había vuelto a probar, entonces mi madre me
reveló lo obvio, que los preparaba con mucha agua para que rindieran.
De este modo, no puedo presumir de haber probado
platillos grandiosos en la cocina de mi
abuela, sino únicamente la sencillez de
una culinaria definida por las carencias antes que por la abundancia. La
sabrosura del alimento radicaba más bien en el hambre del comensal y en el amor
que le imprimía la cocinera al prepararlo.
Esto viene a colación porque, de algún modo, los hacedores
de políticas públicas para el bienestar del pueblo, quienes llegaron ahí gracias al voto popular
y nada más que por eso, a estas alturas del siglo XXI siguen considerando que
sus gobernados de las clases bajas sobreviven mejor administrando las carencias
y ahí los dejan a que se rasquen con sus propios medios antes que ofrecerles
verdaderas opciones de mejoramiento, que al cabo son bien duchos para la
economía doméstica.
Recuerdo con frecuencia otra frase dicha por un gran amigo,
experto en planeación educativa: “Proyecto que no impacta en el presupuesto
vale madre”. Por si alguien no comprende el alcance de esta frase diré que en las
instituciones con frecuencia se presentan proyectos basados en ideas super
maravillosas, revolucionarias a veces, destinadas a resolver sentidas
problemáticas sociales, llámense leyes,
acuerdos interinstitucionales, proyectos o programas, que nunca se concretan
efectivamente por carencia de presupuesto.
Así, en el estado se han aprobado, por ejemplo, leyes que han quedado de ornato por muchos
años debido a que no se establecieron reglamentos para su operación y mucho
menos presupuestos para hacerlas efectivas. En este caso no dejo de preguntarme
¿Para qué aprobar una ley, diseñar un programa o plantear un proyecto y luego dejarlos sin efecto al
negarles los instrumentos necesarios? ¿Negligencia, descuido, falta de interés?
¿O bien, olvido deliberado para no permitir que ese “asunto” afecte intereses
superiores de quién sabe quién?
Cualquier intento de corregir el rumbo, de retomar
problemáticas postergadas, de formular nuevos planteamientos en las
instituciones de gobierno para el bien de la comunidad, solo podrá hacerse
realidad si se abordan con seriedad y compromiso por parte de las autoridades
de primer nivel y de ahí para abajo toda la estructura; como dijera mi abuela “El recaudo hace a la
cocinera” y si se pretende desatar procesos que resuelvan problemáticas añejas
de rezago social, se les deberán
destinar recursos humanos y financieros para lograrlo. De no ser así no pasan
de ser buenas intenciones, que al contrario de la anécdota familiar, no se
podrán compensar solo con amor materno.
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