Sunday, November 09, 2008

¡Gracias amigos y amigas!















La vida está llena de situaciones feas, tales como ejecuciones, avionazos, maíz transgénico, rompimientos, enemistades, enfermedades, muertos… y más muertos ; en fin, con tantos dolores que nos punzan el alma bien podríamos armar un rosari
o de penas.¡Madre dolorosa! ¡Ruega por ella! Madre misericordiosa! ¡Ruega por ella! Madre iluminada! ¡Ruega por ella! Y pasáramos así los días y los años, hincados en un reclinatorio, poniendo los ojos en lo alto como si de allá nos pudiesen resolver la vida. Pero no, la vida y sus entuertos, goces, placeres, angustias y tristezas, está aquí abajo y tenemos, no solo que sobrellevarla, sino conducirla. En ese trance, qué maravilla es tener una familia y amigos con quien desahogar las penas y con quien compartir los sueños, porque un amigo, amiga, padres, hermanos o hijos, siempre estarán ahí para brindarte su mullido abrazo de consuelo y su palabra de reconformación, o de plano, como ya lo expresé antes en otra columna, con el compromiso de juntar piedras.

Tres amigos

Tengo en mi poder dos fotografías que constituyen en si una historia la cual bien podría titularse “Los tres mosqueteros cuarenta y cinco años después”. En la más antigua, que data de finales de la década de los veinte, se encuentran en orden de izquierda a derecha: Roberto Saucedo, Salvador Martínez Prieto y Daniel Vargas Gamboa. Están muy jóvenes, probablemente ninguno alcanzaba los veinte años de edad para esa época y eran recién egresados de la Normal del Estado. Contaba don Daniel que a Saucedo lo conoció durante una novatada en el Científico y Literario. El muchacho venía del sur, creo que de San Luis Potosí y era mal amansado. Cuando se le echaron encima los fósiles con el propósito de aventarlo dentro de la legendaria pila del Instituto, que no era para eso, pero en eso la aprovechaban los traviesos estudiantes, el sorprendido novato sacó de entre sus ropas tremenda daga con intención de defenderse y el agua podría haber corrido al río, decía mi padre, si no hubiera él intervenido. El joven Daniel se interpuso y calmó los ánimos defendiendo con su cuerpo al novato y como ya desde entonces imponía respeto… se salvó la situación. Así se inició la amistad. Ésta que escribe tardaría casi treinta años más en aparecer en escena, sin embargo recuerda perfectamente a su padre, el Prof.. Vargas, compartiendo una amistad entrañable y cotidiana con los otros dos. Saucedo, siempre grave y adusto; Martínez Prieto, a quien cariñosamente llamábamos mis hermanos y yo “tío Chava Buu”; así como los Profrs. González y Salazar, continuamente cenaban en casa los jueves el tradicional menudo e, incansables, jugaban dominó hasta bien tarde. Seguido subían a la niña a jugar este entretenido juego, cosa que aprendí bien, al igual que a no hacer trampas, porque siendo ellos tan rectos como lo fueron toda su vida, era imperdonable tal desatino.

Cuarenta y cinco años después

La otra foto data de los setentas, nuevamente aparecen en orden Saucedo, Martínez Prieto y mi padre. Se hallaban en una fiesta familiar de los Martínez y se veían muy felices. Debían estarlo. ¡Tantos años de amistad! ¡Tantas experiencias en común! A la vez que tan diversos: cada quien con posturas diferentes ante la política y la religión. Eso si, extraordinariamente firmes en sus valores. Los tres serían, hasta el fin de sus días, honestos a carta cabal, críticos, idealistas y comprometidos con las causas sociales, además de inalterables en la amistad. Como dice la canción: ¡Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio y coincidir!