LA RESISTENCIA DE LA MAESTRA
MALDONADO
Por Flor María Vargas
-Me levanto cuando canta el
primer gallo, salgo y toco el riel para
que los niños en sus casas se pongan en pie y vayan a lavar el nixtamal; al
segundo gallo toco otra vez el riel para que los niños se laven cara y manos,
se vistan y desayunen; ya cuando el sol se ve un poco arriba del horizonte toco
nuevamente el riel, ahora si para que se vengan a la escuela-
Esa fue la respuesta de la
profesora Maldonado cuando le preguntaron en que horario atendía su escuela
unitaria y multigrado en el poblado de “El terrero”, una comunidad de la
campiña chihuahuense que no rebasaba los
500 habitantes, allá por la década de los 50s del siglo pasado.
En aquellos años, mi padre, el Profr. Daniel Vargas Gamboa, era
inspector escolar en esa zona rural de
la entidad. Según cuentan, entre muchas anécdotas de todo tipo derivadas de las condiciones en que se
desarrollaba la labor del maestro en esas comunidades rurales, generalmente alejadas de las vías de comunicación,
que dos veces al año el profesor o
profesora debía presentar, en la sede de
la Inspección, un informe detallado de
su tarea educativa, la organización de su escuela, horarios, alumnos,
incidentes. Ese año estrenaban un formato diseñado para ello.
Si actualmente resulta difícil
acceder a muchos puntos geográficos distantes en nuestro territorio, hace 60 años aquello era
muchísimo más complicado, sin vías de ferrocarril suficientes, carreteras ni vehículos de motor asequibles,
sin telefonía, cualquier traslado se hacía a lomo de caballo y había que
confiar casi ciegamente en la buena
disposición de las y los profesores que se hallaban solos con su soledad en las
comunidades.
La secretaria de la Inspección recogía los informes, los más presentables elaborados a máquina, la mayoría escritos a
puño y letra. Uno de esos días, respondiendo al llamado que le hizo el
Inspector, se presentó la Srita. Maldonado.
La profesora andaba como en los
45 años de edad, el cuerpo todavía
firme, su rostro moreno y cabellera ensortijada delataba un origen afroascendiente; zapatos muy gastados pero bien lustrados, pulcras
medias de popotillo, vestido de color oscuro con encajes en el cuello, una
medalla dorada pendiendo de un broche en el lado del corazón. Su cuidadoso
atuendo, aunque sencillo y humilde, reflejaba la formalidad que debía portar
hombre o mujer dedicados a la noble tarea de enseñar. Era el vivo retrato de la
maestra rural en las medianías del siglo veinte.
-¡No, yo no puedo llenar eso, no
le entiendo! – fueron sus palabras cuando vio el formato del informe. Dicho esto, la secretaria se ofreció a llenar
el formato y comenzó a interrogarla:
-¿A qué horas abre la escuela?
¿Cómo? ¿Cuándo sale el sol en el horizonte? – Y tecleó en la vieja máquina
Remington de la oficina musitando: –Pongamos
que a las 9 de la mañana- . Y continuó el interrogatorio: - ¿A qué horas les da
receso?-
-Pues mire – contestó la srita.
Maldonado -cuando está el sol a mero arriba y que comienza a sentirse
fuerte el calor, los dejo salir para que
vayan a comer a su casa bien comidos, su
sopita, tortillas recién hechas, frijoles, que estén bien alimentados y que
duerman una siesta para que crezcan fuertes y sanos. Ya que comienza a bajar el
sol les vuelvo a tocar el riel para las clases vespertinas-
Lo que la secretaria tradujo
como: “Salen a la una y regresan a las 4 de la tarde”.
En otra ocasión la profesora
Maldonado mandó una extensa misiva, como de 10 hojas, escrita con elegante letra
cursiva del método Palmer, con el
objetivo de solicitar cambio de adscripción. En la carta
explicaba que, aunque tenía ya varios años ejerciendo la docencia en esa escuela y por
sus aulas habían pasado una cantidad de niñas y niños que ya eran hombres y
mujeres de bien, en los últimos tiempos
se encontraba totalmente a disgusto y hasta temerosa.
Describía que ese año escolar se le había metido la idea al señor Isidro Balderrama, padre de familia y
personaje con mucha predominancia en el lugar, de quererla seducir. El hombre, ya
medio madurón, tenía fama de ojo alegre, pero que ella nunca jamás aceptaría
las proposiciones de un hombre casado y se había negado de todas las maneras
posibles, primero se hizo como que no entendía, y de verdad no lo quería creer;
luego, fue un contundente no.
Sin embargo, seguía la
explicación, al sr. Balderrama parecía que le decía que sí y para colmo le
había dado por irle a tocar en la ventana por las madrugadas, así que, temiendo lo peor, ella decidió prepararse colocando
unos baldes de agua cerca de la puerta a manera de protección. La madrugada del
domingo anterior sintió cómo el hombre venció la chapa de la destartalada
puerta de la “casa del maestro”, pero
que en cuanto él asomó la testera ella
le arrojó los baldazos de agua serenada. El hombre, sorprendido, no tuvo más
remedio que irse mojado de pies a cabeza en medio de la nevada que en ese
momento estaba en su apogeo. Luego se enteró que el hombre había cogido una
terrible neumonía de la que estaba aún convaleciente. Así contados los sucesos
la profesora Maldonado insistía en su cambio inmediato, por la vergüenza y el
miedo de hallarse sola y vulnerable en aquella comunidad donde había vivido
tantas y hermosas experiencias como maestra rural de escuela unitaria.
Pasan las décadas y aunque ha
habido muchos avances tecnológicos y científicos, lo esencial permanece; la
pobreza del medio rural en México permanece y
todavía hay centenas de miles de escuelas unitarias en comunidades
rurales apartadas, en donde igual número
de profesores mexicanos viven cada día sus jornadas laborales tratando de
adaptarse a las condiciones de vida que ofrece la comunidad y, desde luego, resistiendo
a situaciones de vulnerabilidad extrema.
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