Sunday, January 18, 2009

Los mandarines



Una tarde de finales de los años setenta, cuando aún no cumplíamos los veinte, mi amiga Irma Ramírez --de quien guardo gratísimos recuerdos—me obsequió un ejemplar gastadísimo de Los Mandarines de Simone de Beauvoir. Comencé su lectura, más que nada con curiosidad pues nuestra cultura en esa época era bastante limitada. Muchos libros y autores nos llegaban así, de mano en mano, sin antecedentes previos. En Chihuahua no había suficientes librerías. De la escritora solo sabía en esos tiempos que era la artífice intelectual del feminismo contemporáneo y autora de El Segundo Sexo, que conocía de referencias.

Irma vio en la joven a esa materia dispuesta y mente abierta para apreciar el texto que estaba entregando en sus manos. Ahora creo que no tener limitaciones ni prejuicios ideológicos en cuanto a lecturas, de entrada me permitió mantener la capacidad de asombro y de apreciación literaria, de este y otros libros.

Pues bien, en esa primera lectura de Los Mandarines descubrí a la Beauvoir como la gran escritora que era, creadora de una prosa de gran belleza; además, lo suficientemente inteligente para lograr una trama y una historia de un asunto que parecía tan de poco interés para las masas lectoras, pero de gran importancia para los iniciados en la filosofía y la historia del siglo XX, agregando a lo anterior una profunda reflexión moral.

La extensa novela ofrece un retrato íntimo y profundo pero sin complacencias de aquella clase social, los intelectuales franceses, que habían logrado sobrevivir medianamente durante la ocupación nazi en los años de la segunda guerra mundial. Geniales, cultísimos, famosos con la fama que les daba su altura intelectual y su aparente congruencia ideológica –todos participaron, de un modo u otro, al lado de la resistencia y de las causas más sensibles del pueblo francés--, Sartre, Camus, ella misma, habían llegado a la culminación de una etapa en la historia de su país y de su vida, pero no libres de pecado.

La extraordinaria novela de la autora de El Segundo Sexo ejerce aquí una crítica implacable de si mismos. El título es devastador: Por “Mandarines” entendemos aquellos personajes que reinaban en la China imperial, omnipotentes, inexpugnables, opulentos, caprichosos, lujuriosos, decadentes, hastiados de poder, cubiertos de glorias inmerecidas. Así pues, los mandarines de Beauvoir son esos intelectuales franceses que fueran tan influyentes en la cultura mundial de mediados del siglo XX, de los que ella misma formaba parte. La libertad de espíritu de la escritora prevaleció por encima de sus intereses personales, llámense sentimentales o ideológicos, para ejercer una autocrítica feroz.

El libro de Irma ahí está y al paso de los años he logrado contener en mi biblioteca una muestra de la obra de la escritora, a quien sigo admirando y de quien sigo –más que nunca—siendo partidaria y me pregunto si habrá en nuestras tierras alguien capaz de acercarse a la reflexión y a la descripción de los hechos relacionados con los mandarines de la cultura chihuahuense: Su lucha en la marginalidad, su posicionamiento en el poder, sus mafias y sus resbalones. Reto a mis colegas escritores, seguramente habrá alguno que pueda ahondar en los vericuetos de la crisis de la clase intelectual que se sufre en nuestro medio.

Por cierto que Chihuahua sigue sin librerías, y ¡Vaya!... ni siquiera el Gobierno ha podido poner al alcance de los compradores de libros sus propios títulos.


La quedada



Antaño, en todas la familias había tías reconocidas como “señoritas quedadas”; mujeres que habían alcanzado la edad madura sin haber estado casadas, ni habían tenido hijos. Solteronas, pues. Por lo regular se les tachaba de amargadas y/o extremadamente religiosas, puesto que no teniendo una familia propia desahogaban sus afanes en atender las cosas de la iglesia y de los curas. Ellas se defendían diciendo que preferían quedarse a vestir santos que a desvestir borrachos. Como sea, la “señorita quedada” era una institución familiar insustituible, puesto que eran estas solteras las que con frecuencia se hacían cargo de los padres ancianos, hermanos abandonados y hasta de los sobrinos huérfanos. Tal institución social debe tener sus orígenes en la vestales, aquellas mujeres célibes que en la Roma antigua se dedicaban a cuidar los templos de Vesta, la diosa del fuego sagrado. Las vestales, siendo aún niñas impúberes, eran seleccionadas de entre las familias más respetables de la ciudad y llevadas al templo donde debían permanecer célibes durante treinta años. Solo que mientras las vestales eran muy respetadas, casi adoradas como diosas, las señoritas quedadas de nuestra institución familiar judeocristiana, son despreciadas por no tener “hombre”. Bueno, es un decir, porque ahora me asaltan las dudas de si todas esas sufridas “quedadas” realmente fueron castas. Como sea, la quedada ha sido motivo de escarnio, burla, manipulación y discriminación de múltiples formas.


En contraparte, la señorita quedada ha sido reivindicada inspirando memorables personajes literarios; uno de estos personajes, entre los más bellos, se encuentra Amaranta Buendía, creada por la genial pluma de García Márquez en “Cien años de soledad”, aquella que se ocupó los últimos años de su vida a bordar su mortaja y recordar el amor perdido, mal juzgada por sus propios como estéril, fría y seca, mientras que en realidad era un eje importante para contener el desbordamiento de su extraordinaria estirpe, tal como lo comprendió Úrsula, la madre, al final de su vida.


Mujer, casos de la vida real 2

Las quedadas de hoy son un tanto diferentes, algunas estudian, trabajan toda su vida, son eficientes, a veces ganan un salario más o menos bien, pero siguen siendo las sacrificadas, discriminadas y despreciadas mujeres sin hombre. Peor, además, porque al no tener hombre presente suelen ser objeto de todo tipo de manipulaciones. Así le sucedía a Elsa Arratín, una querida amiga, quien obtuvo un título universitario y gracias a una figura agraciada y buenos contactos pudo acomodarse en empleos regulares a pesar de que se le consideraba medio tontita. En una de éstas logró colocarse como administradora plenipotenciaria, nadie se explicaba por qué, de los bienes materiales, financieros y humanos de la institución donde prestaba sus servicios, con los consabidos desatinos que puede provocar una persona de pocas luces en la cabeza con tanto poder en sus manos. ¡Pobre Elsita! Ya nadie la aguantaba por prepotente, histérica, humillante y gritona; solo su jefe, el cual solía calmarla con un -licenciada, no se ponga así- al tiempo que le acariciaba el brazo y el hombro –nada más autorice esta compra y para la próxima reunión del directorio rente aquel hotel con alberca, a poco no le gustaría nadar un rato, ponerse un trajecito de baño y relajarse mientras nos tomamos una copa, juntos.


Nota de última: Revive el caso de la maestra Sonia. Triste, eso les sucede a las mujeres que se pasan de honestas
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Sunday, January 04, 2009

El dolor de fin de año




Escribo el presente texto justo el 1 de enero del 2009. El pasado quedó atrás con su legañas y temores, sólo resta esperar lo que traerá el futuro y como me ha escrito un querido amigo, solo me arrepentiré de lo que no hice porque lo hecho, hecho está. Con pena confieso que en el plano personal lo único que me duele es el estómago (de paso confirmo que yo si tengo estómago) debido a la generosa cantidad de sabrosuras que solemos ingerir con motivo de las fiestas de fin de año. Ya saben ustedes: Pavo, pierna, tamales, pozole, buñuelos, champurrado, moles, vino, champaña, pastas, sopas, pasteles, ensaladas, postres de todos, en fin la lista de delicias es ina-go-ta-ble, lo que da cuenta de nuestra tendencia hedonista de búsqueda del bienestar. Con sabiduría aristotélica dice el rarámuri en su nawésari: Hay que estar bien. Y con ese afán nos aplicamos, esta que escribe y familia, en seguir los rituales de advenimiento de un nuevo ciclo, despidiendo el anterior con abundancia en los placeres gastronómicos. Digamos, pues, que el exceso de dicha se refleja en ese dolorzuelo simplón que se manifiesta con agruras leves. Afortunadamente este tipo de dolor se cura, como bien dice el pequeño José, mi sobrino de dos años, con una pastilla de esas grandotas que hacen burbujas en el agua. Así de simple. ¡Zas! Y queda la dicha…

Mensajes fraternos

La mayor parte de los mensajes que se cruzan por estas fechas llevan ese sentido, el estar bien como anhelo de un futuro inmediato. Nos preocupa alcanzar la felicidad, tener salud, superar los trances económicos, vivir con armonía, encontrar el amor apasionado. ¿Será porque al final del año experimentamos una especie de síndrome que nos hace extrañar todo ello? Quizás, pero al menos por el lado de esta que escribe, haciendo un balance del año que pasa puedo decir que comprendí que la dicha se encuentra justamente en las cosas simples y cotidianas que nos rodean: la familia, los amigos, el paisaje, la música, la literatura, los colores de la vida. A Dios gracias, tuve en los momentos críticos el entrañable amor de una familia cariñosa y protectora, la solidaridad de una gran cantidad de amigas y amigos, una vida interior profunda y el orgullo de haber criado a dos hijos talentosos, plenos de valores que los inclinan hacia el arte y el compromiso social. De los hijos, escritores ambos, tengo que decir que han logrado destacar lejos de esta tierra, donde sus cualidades literarias se han apreciado no por ser juniors de papi, mami o parientes de ningún político en voga, y sin tener complicidad alguna con los mandarines de la cultura chihuahuense. ¿Qué más puedo pedir?

En conclusión: La dicha no se encuentra ni en el dinero ni en la fama, mucho menos en el poder. Pobres de aquellos que navegan con el poder sin saber qué hacer, lo único que se les ocurre es desear más poder, convirtiendo está dinámica en un círculo vicioso.

No perdamos de vista que solo tendremos un futuro armónico si podemos restaurar los valores que nos han hecho ser familia, amigos y ciudadanos comprometidos con nuestra comunidad.