Friday, March 30, 2018

Una lección de economía doméstica





Doña María Trevizo de Frescas, mi abuela materna, tenía una frase para justificar su quehacer culinario: “A la cocinera, la hace el recaudo”. Lo cual tiene su trasfondo. En la economía del productor de autoconsumo, es decir, del agricultor temporalero como era mi abuelo, la cocina solía organizarse de acuerdo a lo que había en el año. Si había buena cosecha de maíz, frijol, calabaza, si se criaba el marranito, si las vacas  daban abundante leche, si las gallinas eran ponedoras, si la huerta era regada con oportunidad para producir alfalfa, frutas y hortalizas, habría siempre abundante comida. Si no, pues no. Por más esfuerzos que se hicieran para rendir lo poco, el menú de la cocina sería magro e insuficiente, y peor cuando se trataba de alimentar una decena de hijos.
Todavía me tocaron a mi lo esfuerzos de doña María por alimentar a su prole en esos tiempos en que una veintena de nietos, más los hijos, hijas y yernos, acampábamos impertinentes en su sencilla pero siempre pulcrísima  casita de adobe.   Solía preparar frijoles aguados en una enorme olla de peltre. Los hacía caldosos y ya sobre el plato les agregaba pico de gallo o, a veces, asadero o simplemente suero de leche para añadirles algo de sabor. A mí me parecían geniales y en algún momento llegué a exclamar que como los frijoles de mi abuela no había vuelto a probar, entonces mi madre me reveló lo obvio, que los preparaba con mucha agua para que rindieran.
De este modo, no puedo presumir de haber probado platillos  grandiosos en la cocina de mi abuela, sino únicamente  la sencillez de una culinaria definida por las carencias antes que por la abundancia. La sabrosura del alimento radicaba más bien en el hambre del comensal y en el amor que le imprimía la cocinera al prepararlo.
Esto viene a colación porque, de algún modo, los hacedores de políticas públicas para el bienestar del pueblo,  quienes llegaron ahí gracias al voto popular y nada más que por eso, a estas alturas del siglo XXI siguen considerando que sus gobernados de las clases bajas sobreviven mejor administrando las carencias y ahí los dejan a que se rasquen con sus propios medios antes que ofrecerles verdaderas opciones de mejoramiento, que al cabo son bien duchos para la economía doméstica.
Recuerdo con frecuencia otra frase dicha por un gran amigo, experto en planeación educativa: “Proyecto que no impacta en el presupuesto vale madre”. Por si alguien no comprende el alcance de esta frase diré que en las instituciones con frecuencia se presentan proyectos basados en ideas super maravillosas, revolucionarias a veces, destinadas a resolver sentidas problemáticas  sociales, llámense leyes, acuerdos interinstitucionales, proyectos o programas, que nunca se concretan efectivamente por carencia de presupuesto.
Así, en el estado se han aprobado, por ejemplo,  leyes que han quedado de ornato por muchos años debido a que no se establecieron reglamentos para su operación y mucho menos presupuestos para hacerlas efectivas. En este caso no dejo de preguntarme ¿Para qué aprobar una ley, diseñar un programa o plantear  un proyecto y luego dejarlos sin efecto al negarles los instrumentos necesarios? ¿Negligencia, descuido, falta de interés? ¿O bien, olvido deliberado para no permitir que ese “asunto” afecte intereses superiores de quién sabe quién?
Cualquier intento de corregir el rumbo, de retomar problemáticas postergadas, de formular nuevos planteamientos en las instituciones de gobierno para el bien de la comunidad, solo podrá hacerse realidad si se abordan con seriedad y compromiso por parte de las autoridades de primer nivel y de ahí para abajo toda la estructura;  como dijera mi abuela “El recaudo hace a la cocinera” y si se pretende desatar procesos que resuelvan problemáticas añejas de rezago  social, se les deberán destinar recursos humanos y financieros para lograrlo. De no ser así no pasan de ser buenas intenciones, que al contrario de la anécdota familiar, no se podrán compensar solo con amor materno.


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