Monday, October 06, 2008

¡Eramos tan felices!

Mi hermano Daniel y yo vivimos los años felices de la primera infancia en la casa de la calle 16ª. En el jardín del patio central, nuestro lugar preferido para el juego, florecían las azucenas en primavera y los geranios todo el año. Una higuera, un durazno y un granado sucesivamente nos brindaban con alegría sus frutos durante la temporada de cosecha. Desde su frente, cobijados bajo la sombra de las moreras de la banqueta exterior podíamos ver los blancos muros y la torre del templo de Santa Rita en donde la tía Valentina cantaba las misas de los domingos. ¡Con cuánta dicha asistíamos a la tradicional Feria de Santa Rita que por esos tiempos se desarrollaba sobre la calle 1º de Mayo la cual servía de explanada para las demostraciones dancísticas de los matachines, así como para instalar lo mismo la Rueda de la Fortuna que las Sillitas Voladoras, las mesas de la lotería mexicana y los comedores improvisados que las feligresas atendían con gran diligencia. ¡Umm! Aún recuerdo aquellas deliciosas enchiladas rojas con queso ranchero y guarnición de zanahorias y betabeles fritos, los taquitos dorados de papa y el menudo rojo y blanco.

Hacia el lado contrario, media cuadra antes de la 20 de noviembre, estaba la casa de doña Julia, viuda de Pascual Orozco padre, en ese entonces una mujer ya mayor, de cabeza blanca y vestidos cuyas faldas le llegaban hasta los tobillos que mi padre trataba con gran respeto por su edad y sabiduría, además de ser la matriarca de la estirpe de los revolucionarios de San Andrés. Con ella vivía su jovencísima nieta Esther Orozco.

La ubicación de la casa de la 16ª era magnífica, a sólo unos pasos se encontraban el Cine Azteca, el Templo del Sagrado Corazón, la Escuela Modelo, la Farmacia Pacífico, el legendario ya desaparecido Oasis en donde se hacía el mejor Root Bear de Chihuahua, la Panadería Santa Rita, la Clínica del Parque y el primer Super Futurama concebido como tal.

Desafortunadamente un día nos marchamos sin remedio. La familia se mudó a otra vivienda ubicada en la Colonia Santa Rosa cuyas calles eran más anchas pero con menos vegetación. Unas semanas después de la mudanza, mi pequeño hermano con sólo cuatro años de edad pronunció claramente la frase que lo habría de distinguir de por vida en la familia: ¿Por qué nos fuimos de la casa vieja si allá éramos tan felices? Reflejo de su auténtico e indiscutible sentimiento de duelo por el paraíso perdido.

Recuerdo esto mientras veo, a través de los ventanales del restaurante donde me encuentro en este momento, la aparatosa movilización de fuerzas militares y policíacas que se apostan en la esquina de enfrente: dos tanquetas con soldados, otros tres vehículos blindados, policías encapuchados y equipados con armamento de alto poder que se mueven nerviosamente por la calle, despliegue operativo que a los ojos de los ahí presentes es signo inequívoco de algún hecho violento previo o quizá posterior. Todos en el lugar se muestran alertados, alguien dice en voz alta ¡Cuánta intimidación!; otra voz dice: ¡Que nadie salga de aquí hasta que se vayan! La adrenalina comienza a sentirse en el ambiente y hay quien preconiza que debemos estar listos para tirarnos pecho tierra. En la cabeza me resuenan las palabras de mi hermano: “Éramos tan felices”.

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