Tuesday, September 30, 2008

Genio y figura...

“Sorry” no puedo ser de otra la manera. Mis padres, ambos profesores normalistas de los buenos, de aquellos que asumieron con verdadera mística educativa la vocación magisterial, me hicieron así: Rebelde, iconoclasta, contestona, sincerota, y extremadamente analítica. Lo cual, dicho sea de paso, no a todo el mundo le agrada. Mi padre, quien cumplirá dentro de dos días cuatro años de fallecido, estuvo entre los delegados de Chihuahua en el congreso gestacional del SNTE en los años cuarenta y fue siempre un incansable luchador por la causa magisterial, siendo uno de los fundadores de la asociación de profesores jubilados. Mi madre hizo muchas guardias durante las huelgas de profesores que en los años sesentas pugnaban por prestaciones laborales y alguna vez corrí junto a ella, fuertemente asida a su mano protectora, huyendo de los granaderos enviados por el Gobierno para disolver a los maestros manifestantes. Debo haber tenido como cuatro años de edad por esa fecha. Con esos precedentes no es extraño lo sucedido dos años después cuando Lolita y Amelia, madrinas de bautizo y confirmación, convencieron a mi madre de que la niña hiciera la Primera Comunión. --Antes de que se le metan más ideas subversivas—dijeron las dos respetables señoras. Preocupadas por el destino de mi alma se hicieron cargo de todo: El vestido con velo, el cirio, el misal y el rosario, guantes, zapatos y calcetines, todo de un blanco inmaculado y, desde luego, se abocaron a instruirme acuciosamente sobre el catecismo. No recuerdo cuántas tardes pasé leyendo y repitiendo de memoria los mandamientos. Para la ceremonia, las religiosas damas eligieron el Templo del Refugio, en esos tiempos aún sin terminar, pero (siempre hay un pero) como el Padre “P” se opuso inicialmente a darme el sacramento por mi corta edad, ellas le instaron para hacerme una especie de prueba de conocimientos, asegurándole que era una niña muy inteligente que había aprendido a leer sola y etc., etc. El sacro varón accedió, me recibió en el confesionario y se sentó de frente: ¿Te sabes los mandamientos? ¿Cuáles son los pecados capitales? Dime el Padre Nuestro, el Ave María, y esto y aquello… Iba saliendo perfectamente bien de la prueba hasta que preguntó: ¿Tus papás van a misa? No, respondí, mi Papá no quiere a los curas. El hombre se enderezó súbitamente profiriendo una exclamación de descontento y gritó algo parecido a cómo era posible que pretendieran que le diera la sagrada eucaristía a la hija de un hereje. Francamente, de la experiencia únicamente recuerdo, además del exabrupto, una sotana oscura y una voz grave porque al señor nunca le vi la cara. La madrina Amelia, bastante molesta, me reprendió. Perdón, pero es la verdad, le contesté, y decir mentiras es pecado. Como suele suceder en todas las buenas familias mexicanas, las mujeres (madre y madrinas) no se dieron por vencidas y en vista de que ya estaba contratada la marimba, ordenado el pastel, comprados los obsequios y apartada la fecha en el estudio fotográfico, consiguieron otro templo y otro curita menos requisitoso. El profesor Vargas vino a enterarse hasta cuando vio la foto, misma que habiendo sido vetada del hogar familiar se lució durante años en un sitio preferencial de la casa de mis abuelos maternos en el pueblo de Santa Isabel; allá si que son “mochos”, sentenció mi padre. ¡Ay, que tiempos aquellos cuando la laicidad se defendía como un valor ciudadano y la religión solo como algo de índole familiar! Tiempos en los que el orden del mundo era más claro.

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